Ha dicho Octavio Paz: "Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo", y yo, parafraseándolo, agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo. Mas, por el momento, podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización como en el cine. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas, por aislarlo, gracias al silencio, a la oscuridad, de lo que pudiéramos llamar su hábitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana. Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parecen no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo XIX y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea.
Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a oscuras, deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes de lugar, esa misma persona, casi oculta, acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados [...]
El misterio, elemento esencial de toda obra de arte, falta, por lo general, en las películas. Ya tienen buen cuidado autores, directores y productores de no turbar nuestra tranquilidad abriendo la ventana maravillosa de la pantalla al mundo liberador de la poesía. Prefieren reflejar en aquella los temas que pudieran ser una continuación de nuestra vida ordinaria, repetir mil veces el mismo drama, hacernos olvidar las horas penosas del trabajo cotidiano. Y todo esto, como es natural, bien sancionado por la moral consuetudinaria, por la censura gubernamental e internacional, por la religión, presidido por el buen gusto y aderezado con buen humor blanco y otros prosaicos imperativos de la realidad [...]
- Luis Buñuel por Man Ray. París, 1929 -
El cine es un arma maravillosa y peligrosa si la maneja un espíritu libre. Es el mejor instrumento para expresar el mundo de los sueños, de las emociones, del instinto. El mecanismo productor de imágenes cinematográficas, por su manera de funcionar, es, entre todos los medios de expresión humana, el que más se parece al de la mente de un hombre, o mejor aún, el que mejor imita el funcionamiento de la mente en estado de sueño. B. Brunius nos hace observar que la noche paulatina que invade la sala equivale a cerrar los ojos; entonces, comienza en la pantalla, y en el hombre, la incursión por la noche de la inconsciencia; las imágenes como en el sueño, aparecen y desaparecen a través de disolvencias y oscurecimientos; el tiempo y el espacio se hacen flexibles, se encogen y alargan a su voluntad, el orden cronológico y los valores relativos de duración no responden ya a la realidad; la acción de un círculo es transcurrir, en unos minutos o en varios siglos; los movimientos aceleran los retardos.
- Extractos de una conferencia pronunciada en la Universidad de Méjico en diciembre de 1953; texto recogido en J. Francisco Aranda Luis Buñuel. Biografía Crítica, Editorial Lumen, 1975.
Como la anterior conferencia, en Méjico, Luis Buñuel tuvo que buscarse lugares y ambientes fuera de su país natal, España, donde poder llevar a cabo sus ideas cinematográficas, donde poder rodar sus películas. Francia también le acogió en otros momentos. Es revelador -de algo, no sé ahora el qué- que al que sitúan los críticos y entendidos de cine entre los más grandes directores de cine de la historia, se viera obligado a marcharse de su país para llevar su carrera a cabo. Quizás es que ya entonces se llevaba la moda que dicen vintage, y le tocaba al siglo XIX. Quizás era algo más crudo y penoso, y es que la idea imperativa de que ya todo se sabía, de que sobraba lo raro, lo desconocido y lo extraño, anulaba cualquier posibilidad e intento, aunque fuera a través del arte, de las cámaras y las imágenes en movimiento, de explorar los instintos, las emociones o el mundo onírico. Quizá bastaba y sobraba con esa placentera y reconfortante sensación de tener todo claro, de saber quiénes eran los buenos, y quiénes no; de saber sobre qué y cómo estaba bien y bonito hablar, y sobre qué no. Claro está, esa prosaica realidad era difícilmente negociable.
- Federico García Lorca y Luis Buñuel en la verbena de San Antonio de la Florida en Madrid, en 1923 -
Uno de los grandes amigos de Buñuel durante su oportuna estancia en la Residencia de Estudiantes fue Lorca, quien llegó dos años más tarde, pero que en seguida se sintió atraído por su magnetismo. Se dice que aquel aragonés poco despierto se fue transformando en espíritu y sensibilidad gracias a la frecuentación de este andaluz refinado y amante de la poesía española. De Buñuel es la siguiente frase haciendo referencia a su amigo: "Veía un mundo nuevo que se abría, que él me descubría cada día". Desde luego, este futuro director de cine no era reticente al cambio.
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