12/11/10

Que pase el tiempo

Aquí me encuentro, delante del ordenador en mi despacho de becario, pero fuera del horario de becario. Hasta aquí me han traído los pasos que he ido dando esta tarde por la maravillosa Calle Mayor de mi ciudad natal; pasos movidos por un tono muscular mínimo, sin tensión en el caminar, el impulso justo para levantar la planta del paso anterior y llevarla al próximo. He caminado a la velocidad del que no necesita velocidad para llegar. Así, es agradable ver como te adelanta una pareja de ancianos cogidos del brazo, mientras miran los escaparates que quedan a su derecha, esos que si no son de alguna franquicia dictadora de tendencias de temporada no mirarás nunca. Jamás habría imaginado que hicieran sardinas de chocolate, ni que el pastelero se encargara de presentarlas en una propia lata de sardinas; claro, es que no es tendencia.

Estos pasos sin destino definido, al menos hasta que sean las siete de la tarde -ahora mismo acaban de pasar las seis, han sido motivados, primero, por una fuga del bolsillo de mi cazadora de la cartera donde guardo todos los rectángulos de plástico donde se sustentan mi economía, mis identidades y mi salud, y, segundo, porque he llegado al lugar donde creo que se me escapó cuando ya habían pasado diez minutos del inicio de la sesión de cortos documentales polacos fijados para las cinco y media. Así, no me ha quedado más remedio que acordar con las amables taquilleras y un trabajador de la sala de cine mi vuelta a la escena de la desaparición para cuando acabe la actual proyección y haya un hueco hasta la siguiente, que también serán cortos polacos, pero de ficción.

Con este cúmulo de circunstancias compuesto por una cartera desaparecida con algo de dinero y múltiples tarjetas de plástico donde se sustenta tu cotidianidad, por el pelo que has llegado tarde al lugar donde se proyectan tus últimas esperanzas de encontrarla -además de unos cortos que nadie entiende-, y por dos horas de tensa espera, cualquiera podría perder los nervios, por si no hubiera tenido suficiente con su cartera. Pero yo he tenido la suerte de que no fuera así.

- La persistencia de la memoria, por Dalí (en el MoMA)-

En este comienzo de curso -porque, aunque pudiera no parecerlo, para mí aún lo es- me encuentro involucrado en varias actividades, comprometido con varios objetivos y a menudo inmiscuido entre bastantes, distintas y desconocidas personas. Tareas, cada una de ellas, suficientemente sugerentes como para que en su momento -cuando el verano aún nos regalaba sus últimas puestas de Sol- decidiera afrontarlas y hacerlas mías, pero que, paradójicamente, todas ellas, juntas, agrupadas, reunidas, conforman una horrible rejilla de lineas negras sobre el fondo blando de un folio colgado del zulo que doy en llamar "mi habitación", donde duermo, me visto y me desvisto, y reviso la bandeja de entrada del correo electrónico antes y después de cruzar su puerta. Afortunadamente, la escasez de espacio no tiene porque está reñida con el mal gusto; así, a esa horrible creación suspendida en la pared de la que brotan simultáneamente ideas, lugares, horas y personas que parecen chillar a la vez, le acompañan un póster de la última obra maestra de Haneke, y tres o cuatro de las del maestro Truffaut.

Y por eso me encuentro ahora aquí, por eso los pasos que me han traído han sido tan sutiles y por eso el paseo ha sido balsámico. A mitad de éste me he encontrado a una persona sentada y medio agazapada en la entrada de un portal. Sostenía un vaso blanco vacío de monedas, y también una mirada desgarradora para todo aquel se la dirigiera. Yo, evidentemente, he sido uno de esos, y me ha producido una gran impresión, más allá de la que podría resultar aparente. Del párrafo anterior se podría extraer la idea de que siento que, ya no es que se me escapen las horas o los días, sino las semanas enteras, en bloque. Una tras otra; y así estamos a mitad de noviembre. Es una sensación tan intensa como desconocida para mí. ¡Qué lástima! me he exclamado a mí mismo en ese momento. ¿Qué estoy haciendo con mi tiempo? me he preguntado seguidamente. En apariencia, utilizándolo en toda su capacidad y extensión; en realidad, pisoteándolo, maltratándolo, infravalorándolo, desaprovechándolo y, lo peor de todo, con él, a mí mismo. ¿Quieres que tu tiempo no se te escape? Siéntate una tarde otoñal con cuatro trapos en el margen de una calle transitada por peatones, no hará falta que lo persigas, él se quedará contigo hasta que lo aborrezcas, ya verás.

Y así, entre esto, aquello y todo de lo que me rodeo últimamente, tengo la sensación de que abordamos nuestra realidad -y en algunos contextos esto es tan evidente que cae sobre mí como un plomo- con esquemas mentales de hace doscientos años, y creo que no me dejo ninguno. "Citius, altius, fortius" son las tres palabras que parecen actuar como engranajes centrales de multitud de personas. ¿Hacia dónde? ¿hasta cuándo? ¿por qué? y ¿para qué? es lo que me tengo que preguntar más a menudo para no dejar de poder disfrutar de paseos otoñales y de otros múltiples placeres soterrados por las consecuencias de ese vetusto lema.

Ahora sí; me toca correr. Son las siete menos veinte. Hay motivo.

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