Keith Johnstone, dramaturgo, director y profesor de teatro, y autor del libro IMPRO, ha pensado mucho, me atrevo a decir que más que la mayoría de las personas, tal como también se atreve a aseverar el sobrino de la arrendadora de la habitación de Harry Haller sobre el propio inquilino.
Al finalizar el periodo educativo necesario para acceder a la universidad, se consideraba lisiado e inepto para la vida. Sentía que la educación había tenido en él un efecto más negativo que positivo. Su postura era peor, su voz, sus movimientos y, sobre todo, su espontaneidad también habían ido decayendo desde que entró en el instituto. Así pues, decidió ser profesor. Quizás en la escuela de educación le enseñarían a hablar de manera natural, a tener confianza y a mejorar sus habilidades para enseñar, pensaba él.
Allí tuvo la suerte de encontrar a un brillante profesor, Anthony Stirling. Quien ha conocido uno de estos sabe lo que valen, pero el turbado Keith de entonces tardaría un tiempo en descubrir su brillo; quizás no más del necesario para pasar de interesase de lo que enseña un gran profesor, a lo que hace.
Su primera clase fue desorientadora. El profesor les hizo mezclar una espesa pintura negra y posteriormente les pidió que imaginaran un payaso que pedaleaba en monociclo sobre esa pintura y que luego se dirigía a sus hojas de papel. "No pinten el payaso, sino la marca que va dejando en el papel". Keith estaba ansioso por demostrar su destreza. Había sido siempre "bueno para el arte", y deseaba que su profesor supiera que él valía la pena. "Pero, ¿cómo hacerlo mediante este ejercicio? ¿a quién le importan las marcas de una rueda?", se preguntaba Keith. "Él pedalea dentro y fuera de sus hojas", dijo el profesor, "y hace todo tipo de piruetas, de modo que las líneas en el papel son muy interesantes...".
El resto de alumnos cubrieron sus hojas con desordenadas líneas negras, menos él, que habría tratado de ser algo más original que el resto haciendo una mezcla azul. Stirling le criticó por su incapacidad para hacer una mezcla con negro, lo cual le irritó bastante. Luego les pidió que colorearan todas las formas que había hecho el payaso, y, posteriormente, que pusieran diseños en todos esos colores. "¿Pero qué tipo de diseños? ¿Se está riendo de nosotros?". "Cualquiera", respondió Stirling. Los alumnos, incluido Keith, querían entender bien. "¿Qué tipo de diseños", volvieron a insistir. "Depende de ustedes", replicó el profesor, quien tuvo que acabar explicándoles, con mucha paciencia, que realmente era algo a la elección de ellos.
Una vez terminados, se pasearon todos mirando sus producciones de forma displicente, pero el profesor parecía no inmutarse. Se dirigió a un armario y sacó una gran cantidad de trabajos que distribuyó por el suelo. Era el mismo ejercicio hecho por otros alumnos, pero los colores eran hermosos y los diseños novedosos. "Debían de ser alumnos avanzados, y nos los muestra para que entendamos que hay algo que podríamos aprender", pensaba Keith, hasta que algo llamó su atención. Estaban firmados con letras muy torpes. "Un momento, ¡están hechos por niños!". En efecto, todas las obras eran de niños de ocho años. Se trataba de un ejercicio para estimularlos a usar toda la superficie del papel. Keith Johnstone enmudeció en aquel momento.
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En 1963 Robert Bresson se encontraba en Roma, preparando su versión del Génesis, desde la creación hasta la Torre de Babel. La obra iba a ser producida por Dino De Laurentis. Se trataba de una película compuesta por varios episodios bíblicos, entre los que Bresson había escogido el del Arca de Noé. Le interesaba especialmente solucionar los problemas derivados de filmar animales y los de filmar el agua inundando las casas. Su puesta en escena estaría lejos de los espectáculos bíblicos en boga de la época.
Una mañana, mientras Bresson estaba ensañayo, De Laurentis apareció por el estudio, donde observó unas enormes cajas que contenían varias parejas de animales salvajes: dos leones, macho y hembra; dos jirafas, macho y hembra; dos hipopótamos, macho y hembra, etc. El productor le comentó a Bresson, con cierto aire de prepotencia, la ilusión que le hacía ser el único productor del mundo capaz de hacer descender al maestro a la tierra, mediante la producción de un filme como el que iba a ser este, con verdaderos valores de producción. "No se verán más que sus huellas en la arena", le aclaró Bresson. Una hora más tarde Dino De Laurentis despedía a Bresson, y éste se volvía descontento a Francia.
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