19/4/09

Diario de aprendizaje de Pedagogía laboral. Capítulo 9

Los contenidos culturales – credulidad – panorama de indefinición – pesimismo.

Jurjo Torres, el autor del texto, comenzando con una muy buena introducción, donde señala ligeramente aspectos relacionados con la cultura dentro del sistema educativo, y que tratará detenidamente más adelante, identifica y arremete contra determinados desajustes de nuestro sistema escolar, impropios de una sociedad ubicada en el albor del siglo XXI, o mejor dicho, de un Estado al que ha elegido una sociedad a la cual ha de servir, en la medida de lo posible.

Esto lo hace utilizando la óptica que le proporciona el análisis crítico, como he dicho antes, del tratamiento que se hace desde las políticas educativas y Administración de los contenidos culturales que se abordarán en las clases del sistema educativo. Aunque yo creo que estos mismos problemas también se podrían abordar desde otra perspectiva, es decir, creo que llegado a este punto ya se los pude identificar como problemas de fondo del propio sistema educativo, aunque no todos tienen su origen en éste mismo. Problemas que no sólo se podrán identificar por su repercusión, negativa, claro está, en los contenidos culturales con los que se trabaja en las clases. Se podrá hacerlo también observando las incoherencias, como dice el autor, existentes entre las filosofías o supuestas finalidades de la educación formal pública, y la realidad palpable vista con una mirada crítica, la cual nos revelará intenciones oscuras, no sólo por su dudoso interés en el bien de todos, el público, sino también por que están ocultas, no expuestas a la luz del escrutinio de la opinión pública, además de que tienen su nacimiento en planteamientos previos, y ajenos, me temo, tanto a la mejora de la labor educativa como a la prosperidad común.

¿Qué relación se articula entonces entre la política, la educación, y el sustento ideológico que acabaría confiriendo la estructura racional a la primera, para poder tomar decisiones sobe la segunda? Para responder, lógicamente, habrá que atender a los efectos que tienen las intervenciones que se realizan desde la actividad política sobre la actividad educativa. Y así comienza el autor del texto, poniendo en tela de juicio el ultimísimo cambio promovido por la Administración sobre la práctica docente, las competencias. Las cuestiona por varios motivos, debilidades, incoherencias y desfiguraciones que les encuentra, pero sobre todo, por que, como bien dice nada más comenzar, es habitual que los conceptos y filosofías novedosas impuestas, que sería el verbo más adecuado, acaben como meros a la vez que efímeros eslóganes, sin más aplicación práctica que su uso en mítines políticos, programaciones didácticas y tertulias mañaneras televisadas. Pero nada más, ningún atisbo de los efectos que se les esperaban y presuponían atendiendo a la realidad.

Aunque eso no es lo más grave, aún sin salir de las consecuencias. El efecto distractor que ejercen, dicha medida y casi cuantas la han precedido, cual mago en una fiesta de cumpleaños infantil moviendo el pañuelo rojo con una mano mientras realiza el truco con la otra, sobre el profesorado, repercute en que éstos últimos acaben por obviar el proceso de selección de contenidos culturales con los que ellos mismos trabajarán en clase, e incluso lleguen a considerarlo como exclusivamente propio de la Administración y sus políticas educativas. Un efecto perverso que causa ignorancia, y algo aún más grave, fomenta la credulidad entre los encargados, desde mi concepción de la educación, de fomentar justo su antónimo, el escepticismo. ¡Cómo si no fueran ya suficientes las fuentes inagotables de credulidad que padecemos hoy en día: religión, publicidad, economía, política… ahora ya también ésta última en su vertiente educativa!

Dicha credulidad se puede observar en cómo, ya no sólo los profesionales de la educación, sino todos, la sociedad en general más o menos implicada en educación, hemos aceptado este nuevo concepto, sin ni siquiera atender a su nacimiento, ni a su procedencia. El autor del texto lo aclara. Su origen está ligado a la Formación Profesional, y más concretamente a la Teoría del Capital Humano, según la cual la educación es un conjunto de inversiones que realizan las personas con el fin de incrementar su eficiencia productiva y, en definitiva, sus ingresos. Por aquí no se encuentra la palabra “humanitario”. Tampoco parece que tenga cabida el escepticismo, ni el cuestionamiento de los conocimientos que llegan a las aulas, lo importante es ser más alto, más fuerte y más rápido. Apostaría a que ésta poco alentadora definición, por lo menos para sentido que creo debe tener la educación, es compartida por gran parte de la población. Es normal, es el mensaje que se transmite con el tratamiento que se da a los “resultados” de los estudios como el PISA. Lo que ha sido una histórica conquista social, ahora es una herramienta para organizar y jerarquizar a la propia población. Lo cual da de lleno la razón a Félix Angulo cuando reconocía el enorme potencial que tiene el neoliberalismo para calar en las mentes de las personas.

Aceptando que la realidad es la que es, y que es más fácil ir a la montaña, que el que ella venga a ti, tal como creía Mahoma[1], esto es, la OCDE, una organización que vela por el desarrollo económico, tal como indica la última letra de su acrónimo, tiene la autoridad para elaborar informes educativos con la suficiente repercusión mediática como para movilizar conciencias, y aunque su fin no sea explícitamente humanitario, habrá que aceptarla, o al menos los estudios que promueve, cómo útiles, válidos, y base desde la que partir para leer correctamente el panorama educativo. Pero por qué no se analizan en profundidad, consciente y lúcidamente, abiertamente a la opinión pública, y en cambio se utilizan sus datos más sintéticos como arma arrojadiza entre políticos de colores distintivos, que no tanto de ideologías, o al menos eso último es lo que me viene a mí dando en el órgano olfativo de un tiempo a esta parte. ¿Por qué se sigue argumentando dogmáticamente desde la política? Quizás no nos hemos desacostumbrado del todo, o al menos acostumbrado a reconocer este fenómeno y rechazarlo, por ejemplo, mediante el derecho a voto, o manifestación pública. Quizás en esto último también tenga que ver la educación que ha proporcionado a la sociedad éste y los anteriores sistemas educativos. Quizás sea la pescadilla que se muerde la cola.

El sistema educativo actual existe sobre la estructura de sus predecesores, aunque dudo mucho que el objetivo general que hoy en día lo rige fuera el mismo que llevara a los humanos a conformar los orígenes de los que hoy es la educación formal regulada. La educación es, o debería ser, una herramienta para hacer más conscientes a los futuros ciudadanos, a todos, en la medida de lo posible, más lúcidos sobre su realidad, con más capacidad cognitiva para tomar decisiones tras análisis críticos sobre cualquier asunto, del medio social o del natural, de su sociedad u otra, a nivel mundial o local, en definitiva, lo que viene a ser el cultivo del escepticismo. Esto choca en un ángulo de 180º con lo que se puede observar: el cultivo de la credulidad. Credulidad, primero, en que el sistema mundial actual es el correcto, que todo marcha bien y que no hay de que preocuparse. Como dice el autor del texto, el idealismo del discurso de las competencias (que, para mí, no es más que una manifestación de todas las posibles, de los verdaderos problemas de fondo y, en consecuencia, más graves) presupone un mundo social un tanto abstracto, en el que no rigen posiciones de poder, ni mucho menos existe control de la cultura y de sus funciones. Si no existen para qué estudiarlas. ¿Es ingenuidad por parte del la Administración educativa, o se obvian estas cuestiones (que de no hacerlo cambiarían sustancialmente los contenidos culturales) de manera interesada? El caso es que sí existen (para quien procura enterarse, claro) tales cuestiones: abusos entre países, ignorancia consciente, y consentida, de otros hacia ello, presiones de grupos de poder, mercantilización informativa, desmantelamiento del estado de bienestar, corrupción y especulación, daños irreparables al medio ambiente, violación de leyes por el ansia económica, cuando no de los derechos humanos, explotación infantil, y un largo etcétera con el que no quiero seguir para no caer en un estado depresivo, todo ello “ingenuamente” ignorado por la Administración, como puede descubrirse atendiendo al tratamiento que presta a los contenidos culturales.

Yo no creo que sea un pecado de ingenuidad. Lo que sí sé, es que este campo, el de la selección y control de los contenidos a trabajar en clase, ha sido a lo largo de toda la historia reciente un coto privado de los grupos dominantes, un lugar donde procesar la información en pos del interés de éstos mismos grupos, para luego venderla como un conjunto de verdades científicas, objetivas y neutrales, con lo que es comprensible que algún resquicio de ello quede.

Para mí, la mayor evidencia de lo anteriormente dicho es el clima de ambigüedad que se destila de las intervenciones en educación de la Administración, como por ejemplo la última que ha tenido lugar. No existe una definición de consenso del término “competencias”, lo cual no es inconveniente para que la Administración, que tampoco tiene claro el significado de dicho término, asuma implícitamente, aunque es difícil de creer que inocentemente, todo lo contrario, es decir, que es un término claramente definido y que es así como lo debe concebir el profesorado.

En este panorama de indefinición los que vienen a tomar las riendas de la cuestión son los que las tuvieron bien agarradas en su momento y que, desde luego, no quieren soltarlas ahora. Se trata de grupos de presión, como la Iglesia Católica, y conviene decir, respecto a esto, que quien tiene el poder el cualquier momento lo primero que procurará preservarlo, y lo segundo que los demás no adopten posiciones demasiado críticas contra él. ¿Alguien podría encontrar una explicación lógica al hecho de que se criminalice la asignatura de Educación por la Ciudadanía, de que los que lo hacen cuenten con tal parafernalia propagandística, que aparezcan día sí y día también en los medios, y en cambio, que no alcance una magnitud pública mínima, ni por asomo parecida, el debate de la presencia de la religión dentro de la escuela, el cual debería, incluso, ni existir por haber sido superado? Como posible respuesta a lo anterior se me ocurre un desesperado intento, por una parte de no perder posiciones privilegiadas desde donde promulgar sus doctrinas, y por otra parte de no correr el riesgo, como he dicho anteriormente, de que la población desarrolle la suficiente lucidez como para que adopte posiciones críticas contra tal institución. Por este motivo, entre otros, dudo de la supuesta ingenuidad de la Administración. Hacer posible y consentir que en el mismo lugar, las aulas de los colegios, se encuentren conocimientos científicos y dogmáticos, propios éstos últimos de la Iglesia Católica, no proporciona mucha credibilidad a la Administración educativa.

A este panorama de indefinición por parte de la Administración se suma el del desorientado profesor, concentrado, todo él, en cambiar a tiempo sus programaciones para que el Inspector no le pueda decir que no está a la moda, que no trabaja por competencias, y que no está a lo que hay que estar, es decir, al compás que dicta la Administración. Para qué perder el tiempo entonces pensando en los contenidos, que ni es moda, ni es nada que nos interese, si es cosa de la Administración, pues de lo contrario ya nos lo habría hecho saber, puede que se pregunten los desorientados profesores en un momento de lucidez, mientras tratan de ajustar sus programaciones didácticas a la nueva realidad.

Este espacio de indefinición, a priori, vacío, es una presa fácil para las editoriales, algunas respaldadas, según el autor, por dicha institución religiosa. Ellas se encargarán de hacer ese trabajo que se traducirá en la indispensable herramienta del profesorado actual, el libro de texto. Un lugar donde quedará perfectamente definido el término competencias, al igual que anteriormente quedó el de capacidades, habilidades, destrezas, aptitudes, etc

En definitiva, se pude decir que el trabajo mediante competencias es un cambio metodológico, un cambio de fondo que encuentra su mitad complementaria en los contenidos culturales, el “qué” se trabaja en clase. Si la posibilidad de decidir sobre éstos sigue recayendo donde antes ya lo hacía, los libros de texto, estaremos afirmando que con un mero cambio de filosofía, con que adoptemos ciertos conceptos novedosos, ya estaremos yendo en la dirección correcta. Como dice el autor, es llamativo que el debate se reduzca a la necesidad de programar por competencias, aunque quizás asumiendo lo que digo en párrafos anteriores ya no lo sea tanto.

Cerrado el debate, asistimos al desvirtuamiento de la educación quedando establecido, por tanto, que el criterio único e imperante para la selección del conocimiento será el sometimiento al mercado laboral. Conocimiento práctico de aplicación al mundo de la producción, y que se puede cuantificar en función de los resultados económicos a los que da lugar. Así pues, la educación se convierte en un artilugio para preparar al alumnado para que compita por los puestos de trabajo en el mercado capitalista. Subyugada a los intereses materiales, culturales e ideológicos de las grandes corporaciones, sin lugar, al parecer, para la creación de nuevos conocimientos, investigación, reflexión, debate y crítica. Tras esto entiendo, no sé si equivocadamente, que puede que cuando mencionen desde el neoliberalismo el término “educación de calidad”, se refieran, por ejemplo, a un módulo de formación profesional para ser una sonriente empleada mileurista teñida de rubio en una tienda de Inditex, o al hecho de haber tenido una profesión relacionada con la construcción durante le boom del cemento que ha vivido España, al que ellos mismos dieron lugar, y no a formar alumnos potencialmente críticos. Más calidad cuanta mayor ganancia material te proporcione tu formación.

Para finalizar, y abandonando un poco este discurso pesimista que llevo arrastrando desde el comienzo de esta reflexión, creo que hay que reconocer que el panorama actual, más dinámico y cambiante que cualquiera que se haya conocido, y condicionado por numerosas nuevas revoluciones, demanda una nueva educación para formar futuros ciudadanos competentes, cuyos saberes sean más complejos y adaptativos a la realidad de los que se les proporciona actualmente. Quizás las nuevas “competencias” ayuden a disminuir, o al menos a frenar el ritmo de aumento de la segregación social que se prevé deparará el panorama futuro, más que a los deseos e intereses económicos, que si bien hay que reconocer que pueden funcionar como elemento motivador y causa de progreso, también ha quedado ya suficientemente claro que pueden igualmente, o incluso en mayor medida, pervertir y destruir.

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[1] Expresión que figura en los ensayos de Sir Francis Bacon (1561-1626), filósofo inglés y canciller del reino, quien fue precursor del método experimental en la ciencia y uno de los más firmes adversarios del conocimiento dogmático y supersticioso de la Edad Media. Esta parábola, que el gran pensador imaginó para desmitificar ciertos modos de razonar, acabó por transformarse en un dicho popular que muy poco conserva de la intención original. Se emplea hoy para significar que en determinadas circunstancias hay que renunciar a que algo suceda por favor o mediación ajena.

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