Estamos ante una obra de cine totalmente coherente en cuanto a su forma con el tema del que se ocupa, la educación. Su director, cual cirujano en una sala de operaciones, nos muestra una disección sin adulteraciones de la realidad cotidiana de un instituto de educación secundaria multicultural francés. Utiliza como herramienta para ello un bisturí, que no es sino su protagonista, François Marin, un joven profesor humanista de literatura. El resultado del limpio corte es lo que vemos en pantalla, el conjunto de preocupaciones adolescentes, adultas, y los intentos de este profesor por idear estrategias que le permitan ser lo más fiel posible a sus principios, a su concepción de la educación.
"Y, ¿cómo acaba la película?, ¿al final se salva el protagonista?", puede que preguntara un potencial espectador de esta obra de cine conectada con la realidad, el cual, he de señalar también, no pecaría de mal gusto. Personalmente yo no estaría en disposición de responder a eso, y no por que no quisiera destriparle este propio destripamiento de la realidad a este ansioso espectador, sino por que, como quedó patente tras el intento de aunar y compartir diferentes visiones de esta obra en la sesión conjunta de que disfrutamos el martes 12 en clase, no hay una respuesta. No hay una interpretación. "¡Pues mira que es raro entonces este cine francés!", puede que exclamara el potencial espectador no falto de razón. Sí, y además de eso es que trata sobre el acto educativo. Una actividad que, ya me atrevería a decir en este punto del camino, va más allá de lo explícito, medible y tangible a simple vista. Cuenta, por consiguiente, con un maremágnum de intenciones, valores y constructos emocionales por parte de los implicados. Ni es, aunque nuestra razón e intentos y esfuerzos digan lo contrario, algo predecible, ni planificable de antemano. Tal como el final, el principio y la obra en su conjunto no se ofrecen a un solo tipo de lectura.
Sencillamente si este profesor, y en definitiva el director de la obra, considerara que todo lo que ocurra en el aula tuviese sentido sólo en función de las metas y objetivos, claramente definidos y planificados éstos de antemano, nos quedaríamos sin película.
Así pues, el panorama, como decía, queda configurado por los instintos, por un lado, de enfrentamiento de los alumnos ante cualquier forma de autoridad, y por el otro, de responder desde la base de la disciplina ante cualquier acto subversivo por parte de sus docentes, y de la institución en si. Justo en medio queda nuestro protagonista. Y nosotros, desde un pupitre con privilegiadas vistas, con él.
A través de planos cerrados, casi siempre cerrados, asistimos a la visión de un escéptico de oficio profesor. De alguien que no para de cuestionarse el arraigo a los métodos docentes que funcionaron, de mejor o peor manera, en otro momento sociohistótico bien distinto del actual, y de los que hacen gala algunos de sus compañeros. Si el espectador, cualquiera, no sólo el ansioso de antes, logra empatizar con el protagonista podrá asistir a la serie de continuas batallas que vienen a conformar el curso escolar que se nos muestra. Batallas con los alumnos, con los compañeros del gremio y, lo más importante, ilustrador, relevante y emotivo, consigo mismo. El mayor frente, que viene a consistir en un continuo replanteamiento de las estrategias adoptadas por este valiente humanista. Cuando se encuentra entre sus alumnos trata de adoptar, para cuestionarlo y probarlo, el punto de vista de sus compañeros, y así también, cuando está con éstos trata de tomar el punto de vista de aquéllos. No se miente, no es hipócrita. Sabe que la educación no es tan simple como el mecanismo del más complejo de los relojes de precisión que exista. Y es que jugar a predecir y adivinar el mañana del acto educativo, para más inri, desde metodologías basadas en la tradicional disciplina, es decir, desde el anteayer, y no sólo eso, sino esperar acertar, por que si conmigo funcionó cómo no va a funcionar con estos mocosos, es una de las mayores exaltaciones de credulidad que se puede concebir. Una vía desde la que es inaccesible el verdadero aprendizaje, que no es otra cosa que la mejor adaptación posible al medio. Hay que pensar, lo primero. Dudar, analizar, probar, equivocarse, y vuelta a empezar.
Creo que la anterior es la concepción de la educación que asume François Marin, que conjuntamente con el director de esta obra han conseguido elaborar una película que no da soluciones cerradas, que no desprende moralina y que, en definitiva, siempre apetecerá volver a ver, por si acaso logramos alguna vez entender cómo acaba.
Sencillamente si este profesor, y en definitiva el director de la obra, considerara que todo lo que ocurra en el aula tuviese sentido sólo en función de las metas y objetivos, claramente definidos y planificados éstos de antemano, nos quedaríamos sin película.
Así pues, el panorama, como decía, queda configurado por los instintos, por un lado, de enfrentamiento de los alumnos ante cualquier forma de autoridad, y por el otro, de responder desde la base de la disciplina ante cualquier acto subversivo por parte de sus docentes, y de la institución en si. Justo en medio queda nuestro protagonista. Y nosotros, desde un pupitre con privilegiadas vistas, con él.
A través de planos cerrados, casi siempre cerrados, asistimos a la visión de un escéptico de oficio profesor. De alguien que no para de cuestionarse el arraigo a los métodos docentes que funcionaron, de mejor o peor manera, en otro momento sociohistótico bien distinto del actual, y de los que hacen gala algunos de sus compañeros. Si el espectador, cualquiera, no sólo el ansioso de antes, logra empatizar con el protagonista podrá asistir a la serie de continuas batallas que vienen a conformar el curso escolar que se nos muestra. Batallas con los alumnos, con los compañeros del gremio y, lo más importante, ilustrador, relevante y emotivo, consigo mismo. El mayor frente, que viene a consistir en un continuo replanteamiento de las estrategias adoptadas por este valiente humanista. Cuando se encuentra entre sus alumnos trata de adoptar, para cuestionarlo y probarlo, el punto de vista de sus compañeros, y así también, cuando está con éstos trata de tomar el punto de vista de aquéllos. No se miente, no es hipócrita. Sabe que la educación no es tan simple como el mecanismo del más complejo de los relojes de precisión que exista. Y es que jugar a predecir y adivinar el mañana del acto educativo, para más inri, desde metodologías basadas en la tradicional disciplina, es decir, desde el anteayer, y no sólo eso, sino esperar acertar, por que si conmigo funcionó cómo no va a funcionar con estos mocosos, es una de las mayores exaltaciones de credulidad que se puede concebir. Una vía desde la que es inaccesible el verdadero aprendizaje, que no es otra cosa que la mejor adaptación posible al medio. Hay que pensar, lo primero. Dudar, analizar, probar, equivocarse, y vuelta a empezar.
Creo que la anterior es la concepción de la educación que asume François Marin, que conjuntamente con el director de esta obra han conseguido elaborar una película que no da soluciones cerradas, que no desprende moralina y que, en definitiva, siempre apetecerá volver a ver, por si acaso logramos alguna vez entender cómo acaba.
3 comentarios :
David, parece que en nuestro caso no acaba. Tal vez, pueda ser solamente el comienzo.
Como siempre cuando parece que hemos encontrado lo que estábamos buscando nos damos cuenta de que también tiene sus pliegues.
¡Ay! Cuando aprenderemos a encajar las cosas como son...
¿Encontraremos la pauta que conecta? o ¿estamos abocados a proporcionar y recibir el beso de la muerte?
Saludos.
Paloma
Para mí lo maravilloso de esta obra es que habla de educación y no acaba dando lecciones o soluciones cerradas. Y esto es muy oportuno tratando dicho tema, pues de hacer lo contrario no se le podría considerar cine conectado con la vida.
Creo además, como bien señalas, que existe una relación entre la capacidad de dar el beso de la muerte, y el ansia de considerar todo lo que ocurre en el aula sólo en función de los objetivos preestablecidos a principio de curso, como si éstos hubieran sido revelados al maestro tiempo atrás en el monte Sinaí y le merecieran toda su reverencia...
Gracias por comentar, Paloma.
David, la lógica deductiva nos dice que aquellos conocimientos transmitidos en el Monte Sinaí nos capacitan para enseñar.
Si un alumno aprende quiere decir que el maestro enseña(eso entiendo yo que diría la inductiva).
Pero abduciendo ¿ dejaremos de pensar que los demás no aprenden porque no les da la gana?¿Abriremos la mente a nuevos modos de enseñar y aprender como posibilidades ?¿ Es en el proceso donde está el error o en la forma de entenderlo y aplicarlo?
Me voy a trabajar. Intentaré hacerme estas preguntas en el aula, aunque la verdad siento que voy cerrando el curso y ya todos tenemos pocas ganar de pensar...
a pesar de eso, me siento satisfecha con esa sensación de apertura mental más allá de la lógica deductiva. ¿Crees que es enfermizo?
Paloma
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