31/5/10

Woody Allen y el éxito

Lo que presento a continuación son dos extractos de la serie de conversaciones que Eric Lax ha mantenido con Woody Allen a lo largo de tres décacas, que recopiló en un libro bajo el ingenioso título de Conversaciones con Woody Allen, y que pueden servir para reflejar qué es el éxito y qué supone este efímero producto para un tipo como este director neoyorkino, quien, en palabras del autor de esta obra, "es la antítesis del personaje que interpreta en la pantalla, el hombre desesperado y en crisis; en el mundo real es dueño de su trabajo y de su tiempo".

Eric Lax: A lo largo de los años hemos hablado mucho de ¿Qué tal, Pussycat?

Woody Allen: Sí, no fue una experiencia muy agradable.

E.L.: ¿Ha cambiado algo para que mejore esa sensación?

W.A.: En absoluto. La gran lección que saqué de aquello fue que si una película tiene éxito pero tú no estás contento con ella, para ti sigue siendo una experiencia infeliz y no hay nada que lo compense. A aquella edad [estaba a punto de los treinta cuando empezó a trabajar en el cine] yo tenía, o creía tener, un temperamento artístico, y me metí de cabeza en el mundillo más corrupto de Hollywood.

E.L.: ¿Sirve como atenuante el hecho de que eso le permitió empezar por su cuenta?

W.A.: Cuando la película se estrenó Charlie Joffe me dijo: "Bueno, está teniendo éxito pero los del estudio se quejan de que sólo salen Peter Sellers y Peter O'Toole". Y recuerdo que pensé: "Algún día la importancia de esta cinta será que fue mi primera incursión en el mundo del cine". Esa era la seguridad tan estúpida que tenía en mí mismo cuando era más joven [ríe].
Pues resulta que hace un año estaba en un videoclub buscando una película para alquilar y vi una copia de ¿Qué tal, Pussycat? Y en la caja ponía en letras grandes: "El debut cinematográfico de Woody Allen", lo que me produjo una especie de irónico placer, un placer vergonzoso por esa seguridad injustificada que tenía en mí mismo [ríe].

Delitos y Faltas, una película maravillosa de finales de los '80, corrió mejor suerte que la antes mencionada, tanto por su calidad artística como por el aprecio que de ella tiene su director.

- sin cochazos, ni tías buenas, ni premios, ni nada -

W.A.: Es cierto que tras las primeras películas dejé de preocuparme por la popularidad, el número de espectadores o lo que se escribiera sobre mi trabajo, pero no lo hice por una cuestión de arrogancia o por un sentimiento de superioridad. Lo que ocurría simplemente era que esa parte del proceso, la llamada recompensa, no me satisfacía ni me hacía feliz. La gente suele confundir mi timidez con una actitud distante, pero no es así. Necesitaba tener un centro espiritual y ser ateo, y eso no es fácil de conseguir. Así que experimenté una especie de indiferencia hacia el éxito o el fracaso y, desgraciadamente, hacia la vida en general. Se ha demostrado que ni el éxito ni el fracaso significan mucho para mí como yo pensaba cuando empecé a dedicarme al cine. Ni lo uno ni lo otro sirven de mucho a la hora de enfrentarse a los verdaderos problemas de la vida.

19/5/10

What if

- How can you know it, if you don't even try -

(tras la última sesión de preparación del programa de Habilidades Sociales; un día antes de ponerlo en práctica)

¿Qué tal si Keith Johnstone no se hubiera sentado en el suelo?
¿Qué tal si él no viera balancines en las relaciones humanas?

¿Qué tal si Kenneth Gergen no hubiera estudiado en la universidad mientras trataba de complacer a su esposa e hijos?
¿Qué tal si éste no se hubiera cuestionado la labor de su psicoterapeuta, basada en concepciones universales, tratando de ir más allá?

¿Qué tal si no hubiéramos tenido contacto alguno con los estudiantes de INEF con que trataremos mañana?
¿Qué tal si cuando lo tuvimos no hubiera sido un día lluvioso?
¿Qué tal si el agua del río que cruzamos no hubiera estado tan fría?

¿Qué tal si hubiéramos diseñado el programa de HH.SS. el primer día de clase?
¿Qué tal si lo hubiéramos diseñado el tercero?

¿Qué tal si no hubiera sido el diálogo la principal vía de construcción del conocimiento durante la mayor parte de las clases?
¿Qué tal si no nos hubiéramos dado cuenta de ello?

¿Qué tal si la exploración conjunta fuera más sencilla que la búsqueda?
¿Qué tal si lo que puede aportar esta última no fuera una nimiedad con lo que puede aquélla?

¿Qué tal si no fuera como soy?
¿Qué tal si no lo supiera?

¿Qué tal si no te conociera?

13/5/10

Reflexiones sobre la autoridad, la política educativa y la psicopedagogía

  • Mesa redonda de estudiantes. 1er día de las VIII Jornadas de Psicopedagogía de la UAH.

Una vez clausuradas las Jornadas, ya estoy en disposición de ofrecer a los asistentes a tales, a los lectores habituales de este blog y al resto de hispanohablantes del globo terráqueo, el producto de los exasperantes momentos de preparación de lo que cuento aquí.

Lo que presento a continuación es, pues, la serie de reflexiones que me ha suscitado relacionar el concepto autoridad, como estudiante de psicopedagogía, con la labor que desempeñaré en un futuro muy lejano como psicopedagogo -pakistaní, para los no enterados- y con la labor legisladora en educación de nuestros políticos.

¿Qué diferencias y similitudes se pueden encontrar entre un político que idea leyes educativas y un psicopedagogo? (obviemos los aspectos económicos y los coches con chofer). La principal similitud que aprecio es que ambos tienen capacidad de incidir en las realidades de los centros educativos, claro está, uno de manera más general y el otro más específica. En cuanto a las diferencias veo que el futuro de uno, el del político, depende de la urna donde deposite los votos la gente; y que el otro, el psicopedagogo, tiene capacidad de acción directa sobre el futuro de otras personas que les queda poco para poder votar.

Más allá del anterior juego de palabras, si es que se le puede llamar así, creo que para las personas preocupadas por la educación, como se supone que son las que asisten a las Jornadas de Psicopedagogía, sería pecar de ingenuidad pensar que los legisladores y políticos -quienes, recordemos, dependen de los votos de los demás- tienen más capacidad de cambio sobre las realidades de los centros de educación formal que un psicopedagogo o cualquier otro profesional de la educación. Quizás se pueda considerar ingenuo pensar así, pero creo que aún lo es más esperar a que otro te solucione tus problemas cotidianos, y más cuando ese otro se juega sus lentejas en otras cuestiones. Somos nosotros los protagonistas de esas realidades; nuestra capacidad de análisis, de crítica y de reflexión sobre la ellas, nuestras herramientas de cambio.



Para ilustrar mi anterior postura hay un ejemplo bastante actual, fresco pero amargo; el intento de pacto educativo que se resolvió de manera negativa el pasado jueves por los dos partidos políticos mayoritarios. Rescato, para disgusto del lector, las declaraciones de la secretaria general del PP:


"Los pactos son para cambiar y el PSOE se ha negado a cambiar un modelo que todos sabemos que ha fracasado. Si quieren seguir con lo que hay ahora, no necesitan a nuestro partido"

Ya que estamos, se lo puedo traducir también: "déjame a , que no sabes", algo que también se oye de boca de los alumnos de educación infantil cuando tratan de montar un puzzle.

Los que llevamos ya algunos años formándonos en el ámbito educativo hemos podido constatar cómo siempre que se echa la vista atrás para mirar a nuestro pasado y antecedentes educativos es para referirse a la tan manida "educación tradicional" (algo muy malo y a evitar, y que yo aún no sé en qué se concreta); pues bien, se podría mirar ahora para encontrar una lección de verdadera madurez política: la Ley de Bases de 1857 de Claudio Moyano; una ley que no fue innovadora en su contenido, pues venía a recoger lo esencial que ya se había legislado previamente y necesario, dado el contexto, para crear un pilar común sobre el que construir y seguir construyendo, pero que sí lo fue, incluso para hoy, atendiendo a las formas. Significó la llave para que un mes después fuera promulgada la Ley de Instrucción Pública que se mantendrá en vigor más de 100 años. Ese carácter de perdurabilidad y tendencia a la quietud quizás no sea admirable ni deseable, pero, desde luego, el intento de diseñar un marco común para liderar y guiar las aspiraciones de la mayoría, de ambas mayorías, sí es destacable.

Siguiendo el camino de la política -que no el de la madurez- y relacionándolo con la autoridad, llegamos, como habrá podido sospechar el intuitivo lector, al famoso y polémico Proyecto de Ley de Autoridad del Profesorado, desarrollado por la Comunidad Autónoma de Madrid y pendiente, creo, de la aprobación definitiva por la Asamblea de Madrid. Algunos de sus rasgos definitorios, a través de los cuales se puede intuir el concepto de autoridad que le subyace, son los siguientes:
  • Se contempla como un desarrollo de la LOE, concretamente de su artículo 104.1, donde se dice que las Administraciones educativas están obligadas a velar para que el profesorado reciba el trato, la consideración y el respeto acordes a la importancia social de la tarea encomendada por la sociedad.
  • Se considera que la filosofía de las leyes educativas desde la LOGSE ha hecho que la transmisión de contenidos y saberes pase a un segundo plano, adoptando responsabilidades que competen a las familias y descendiendo, así, su valoración social con la consiguiente pérdida de autoridad.

Por lo anterior, y pretendiendo reforzar la figura de los docente madrileños, que son los más chulos, como sus políticos, se adoptan entre otras las siguiente medidas:
  • Se reconoce la condición de autoridad pública a los docentes.
  • Las faltas cometidas contra ellos tendrán una consideración más grave.
  • Se obliga a cada centro educativo a elaborar su normativa de convivencia y a aplicar las medidas disciplinarias en los términos que establece el Decreto de Convivencia Escolar de la Comunidad de Madrid.
  • Se otorga la posibilidad a directores y profesores de adoptar medidas provisionales de carácter cautelar.

Orden, disciplina y respeto. Creo que esos son los tres ingredientes de que consta la autoridad para los legisladores educativos de la Comunidad de Madrid. Una duda: ¿a qué modelo, del que todos sabían que había fracasado, se refería Cospedal como justificación para no realizar el pacto educativo propuesto por el ministro Gabilondo?

"Yo no te pido que saques un 10, querido hijo mío, pero como me diga el maestro que te portas mal en clase... cómo dejes en evidencia la educación que se te da en esta santísima casa de Dios..." Aunque no éste, concretamente, sí se pueden escuchar comentarios similares (si la ven en versión original, algo muy recomendado, escucharán lo mismo pero en alemán) en la última lección de cine del maestro Haneke, La Cinta Blanca.

¿Qué es para mi, estudiante de psicopedagogía, la autoridad escolar? Lo voy a tratar de explicar mediante un inocente juego. Consiste en imaginar lo siguiente: Un grupo de personas. Un grupo que es tal por criterios ajenos a ellos, es decir, que no han acordado reunirse y pasar las mañanas, o las tardes, juntos de motu propio, sino que son criterios que no han establecido ellos los que dan origen al grupo. Sigan imaginando ahora que uno de los individuos de ese grupo, a diferencia de los demás, tiene capacidad de decisión sobre el resto. ¿Qué hacen, cómo y por qué? son decisiones que él toma, además de la secuencia a seguir, la forma en que el resto demostrará su progreso en esa secuencia o si ese progreso es suficiente, o no, según sus criterios. ¿Quien diría que esa persona no tiene toda la autoridad posible ante el resto de los miembros del grupo? Si a esa persona distinta la llamamos docente, profesor o maestro y al resto los llamamos estudiantes.... me surge una inquietante duda ¿a qué nos referimos cuando hablamos de problemas de autoridad docente?

Creo que se pueden llamar a las cosas por su nombre, lo cual requiere más esfuerzo que poner una engañosa etiqueta a distintas y complejas realidades, así pues podríamos hablar de:
  • Necesidades educativas de una sociedad, cambiante cada vez a un ritmo mayor, que no son satisfechas por las instituciones educativas.
  • Grupos de alumnos mal organizados y gestionados.
  • Profesionales incompetentes, alérgicos a la formación continua y aún más a la autocrítica.
  • Falta de recursos, apoyos e inversión.

Por otra parte, también se puede creer los poderes mágicos de proyectos de ley que dentro de poco se harán realidad; que, al menos, si no tienen efectos positivos sobre la realidad educativa, los tengan sobre las urnas.

¿La autoridad, entonces, se impone o se construye? No lo sé. Supongo que depende de tu objetivo, de la premura o consistencia con que quieres conseguir éste y de la inconsciencia de quien elige. Pueden ser caminos diferentes que, a pesar de buscar lo mismo, conducen a lugares distintos. Cuál nos conviene más es algo que tenemos que decidir, y para ello me permito presentarles el siguiente extracto de un libro que considero imprescindible para la formación de cualquier docente, IMPRO de Keith Johnstone, un libro sobre la improvisación y el teatro; y es que quizás la educación tenga más que ver con esos dos artes de lo que solemos pensar:

[...] La educación tradicional es altamente competitiva, y se supone que los alumnos tienen que tratar de sobrepasarse unos a otros. Si le explico a un grupo que debe trabaja para los demás miembros, que cada individuo debe interesarse en el progreso de los otros, se sorprenden; pero, obviamente, sin un grupo apoya en forma intensa a sus propios miembros, será un mejor grupo con el cual trabajar.
Lo primero que hago cuando me enfrente a un grupo de alumnos nuevos es (probablemente) sentarme en el suelo. Desempeño un status bajo y les explico que si fallan deben culparme a mí. Entonces ríen y se relajan, y les explico que en realidad es obvio que deben culparme a mí, ya que se supone que soy el experto; y que si les doy el material equivocado, fracasarán; y que si les proporciono el material adecuado, tendrán éxito. Físicamente desempeño un status bajo, pero mi status real comienza a subir, ya que sólo una persona muy segura y experimentada podría culpase a sí misma del fracaso. A estas alturas, están prácticamente resbalando de sus sillas, porque no desean estar más arriba que yo. Ya he logrado un cambio profundo en el grupo, porque de pronto el fracaso ya no les atemoriza tanto. Por supuesto, desearán probarme; pero realmente me disculparé ante ellos cuando fracasen, les pediré que sean pacientes conmigo y les explicaré que no soy perfecto. [...]

Lo que me queda claro tas la lectura es que por muy lideresa que seas, no puedes hacer una ley que obligue a los docentes que conocen a un nuevo grupo de alumnos a sentarse en el suelo. La realidad nos ha demostrado que lo contrario, sí.

12/5/10

Tanto para tan poco

-"Bienvenido al mundo de las conferencias" -me dijo quien estaba sentado una butaca detrás de mí en la sala de conferencias del Rectorado.

-"¿Cómo?, ¿esto suele ser habitual?" -contesté yo, tratando de indagar.

-"Sí, es algo normal" -concluyó.

Suspiro para mis adentros y me vuelvo a recolocar, en el asiento y en mi organización mental sobre lo que iba a suceder, o lo que yo iba a tratar de que sucediera.

La anterior conversación fue entorno a media hora antes de que, finalmente, tuviera lugar la mesa redonda (encuadrada en la primera sesión de las VIII Jornadas de Psicopedagogía de la UAH), 20 minutos después de cuando tenía que haber terminado -sí, terminado- y tras unos breves instantes de indecisión tanto por parte de los organizadores como de los ponentes; ya que no había habido brevedad hasta entonces, ésta encontró allí lugar y utilidad: finalmente hablaríamos.

Me llevo -acúsenme, si quieren, de perder el tiempo- los momentos previos, que no deberían de haberlo sido por el desfase temporal que he explicado, al comienzo de la mesa redonda. Podría cogerlos y utilizarlos para tratar de justificar qué fue y qué no mi exposición, podría cogerlos y hacerlos sujeto del predicado; y quizás así fue, no lo sé, como tampoco conozco el concepto de autoridad que subyace al que dentro de poco dejará de ser Proyecto de Ley de Autoridad del Profesor de la Comunidad de Madrid para convertirse en realidad, pero me da igual.


- Casa Curutchet, una de las obras más representativas de Le Corbusier. ¿Simple en apariencia? entren y que les expliquen -

El aspecto externo de las construcciones arquitectónicas es lo preferido por el gran público, lo que se suele quedar grabado en las tarjetas de memoria de sus cámaras, en las suyas propias y en las postales que después regalarán a sus conocidos. Difícil es que el aspecto interior reciba tal afecto. Y mucho más aún llegar a comprender las relaciones entre el uno y el otro. Las relaciones, aclaro, lo que va más allá de lo uno y de lo otro, algo que a simple vista no se ve. "Y si no se ve de un vistazo, para qué tratar de busc... digo de explorarlo" -puede que se pregunte mi querido y pragmático lector. "Pues tampoco lo sé" -le responderé, como tampoco dónde sé esconde la lógica, por qué en mayo hace un frío de febrero o por qué el título de "Luna Nueva" es conocido por ser el de una bazofia o, más correctamente dicho, película para adolescentes, en vez del de la obra maestra de Howard Hawks y del inmensurable Cary Grant. Lo que sí sé es que esto de allendear crea adicción y, según me han comentado recientemente, es muy dificultosa y carente de sentido la desintoxicación. "Allende de lo aparente" titulaba yo, inocentemente, el primer post que le dediqué a la asignatura de HH.SS. ¿fue un sentimiento premonitorio, quizás?

El caso, volviendo a la Tierra, fue que mi admirado Fernández Enguita dio tanto de sí oralmente como lo dan sus textos cuando se topan conmigo. Se pierde la medida, los minutos y las hojas. En este caso, aproximadamente, 80 minutos; afortunadamente los "damnificados" éramos "alumnos". Durante ese desfase temporal, algo previsto por algunos pero no por el inocente que esto escribe, traté de jugar con la experiencia, aunque sé que muchos no la llamarían así. ¿Qué hacer en menos tiempo? era la cuestión de partida; ¿cabrá todo?, ¿pisaré a los demás o ellos a mí? eran los miedos; ¿me quedaré sin hablar? era el temor. Jugar con todo ello, el camino; y, elegido éste como forma de interactuar, tocaba tomar decisiones. "Acortaré mi texto" -me dije. "pero ¿por dónde?" El final era intocable, con intenciones de impecable, como podrán suponer los pocos que allí quedaron y los que lean esto, que aún serán menos. "Será el comienzo, pues, el damnificado; pero, ¿hasta dónde quito y desde dónde empiezo? y, sobre todo ¿cómo reconvierto un punto intermedio del discurso en un comienzo?" Sería Fernández Enguita, como lo ha sido en otras muchas ocasiones a través de sus textos, quien me diera la idea para solventar la cuestión. Había hablado durante su extendido discurso de la dualidad con la que se puede ver la labor docente, lo que se hace en las escuelas. Instruir o educar. Es una cuestión a la que le tengo un cariño especial, que ya creía superada y que me demostró que presuponer avances en el ideario educativo de la sociedad en general siempre es demasiado suponer y si hablamos ya en el de la clase política... Ahí encontré el punto de inicio.

"Tanto para tan poco" es lo que podría sentir ahora: horas quemadas, páginas web visitadas, documentación en forma de leyes y declaraciones públicas, hojas en borrador, esquemas, ratos frente al espejo y soliloquios. Todo ello en cantidad, todo ello para unos escasos diez minutos ante quince o veinte escasos asistente. Aquéllo, la preparación, sí que fue tanto; ésto, el proceso y la experiencia vivida, en absoluto fue poco. Gracias desde aquí a todos los que la hicieron posible, incluida la Lideresa.

9/5/10

Los chicos de HH.SS.

El último viernes de abril asistí, junto a una curiosa mezcolanza de profesores y compañeros, unos de ambientes académicos y otros virtuales -cada vez me es más difícil diferenciarlos; los ambientes, digo- a la representación de la obra de teatro que dirige y en la que actúa José María Pou, Los chicos de Historia, una obra escrita por Alan Bennett.



Es una obra riquísima, tanto por su contenido como por su puesta en escena. Si no lo fuera, y teniendo en cuenta su duración, no estaría aquí escribiendo sobre ella, o al menos no de tan buen humor. En primer lugar, para alguien que apenas ha tenido contacto con eventos teatrales, como yo, y que siente una pasión sin medida por el cine -un arte que no sé si está más cerca de lo plástico o de lo escénico- una obra de teatro sobre la que tan bien nos había hablado nuestra incitadora, Carmen, era una oportunidad para encontrar y contrastar los matices que diferencian a ambas manifestaciones artísticas. Y, ahí, me sorprendí a mi mismo, y lo sigo haciendo cada vez que recuerdo algún momento de la obra; porque, a diferencia del cine, creo que el teatro lo componen momentos y no fragmentos. Instantes mágicos que desprenden vida, que están frente a ti y que incluso puedes llegar a pensar que se dirigen a ti, y eso no es lo mismo que sentarse frente a una pantalla enorme donde se proyectan imágenes en movimiento. Quizás tenga ello algo que ver con la extraña sensación que me acompañaba al abandonar la Sala Roja del Teatro del Canal: una especie de lástima y añoranza prematura por lo que acababa de ver y aplaudir durante un largo rato. Sabes que no lo verás otra vez a no ser que vuelvas a pasar por caja, algo que con el cine es distinto, y quizás también un motivo inconsciente para vivenciar los momentos y los fragmentos, aún siendo inauditos, de manera diferente. Pero, ¿qué sucedería con un segundo visionado? La buenas películas siempre salen ganando, y más aún con un tercero y con los posteriores, y más aún si hay tiempo mediante; con el teatro esperaré para comprobarlo.

Otro objeto de mi atención, y de mi asombro y disfrute, fue el dinamismo de los actores; su plasticidad en los momentos cómicos, cuando intencionadamente buscaban sacar unas carcajadas a los espectadores con una contestación o un movimiento ingenioso, o también bobo; ahí, la obra esperaba "pacientemente" a que acabáramos de reír; entonces podían seguir. Esto me hace valorar, aún más si cabe, la perfección con que Billy Wilder creaba sus comedias, la mejores que se pueden ver aún hoy, y me temo -o quizás no- que también mañana. ¿Cómo calcular el tiempo que un actor tenía que esperar para contestar al otro, quien había provocado previamente la risa del público? ¿Cómo idearlo en un idioma que no es el propio, calcularlo, grabarlo en celuloide, proyectarlo en cualquier pantalla del mundo y que funcione, y que lo siga haciendo 30 y 40 años después?. Sólo un genio puede contestar, y las comedias de Wilder son un testimonio de ello. Aclaro sobre lo anterior que sus películas, de las que es co-guionista, están producidas en Hollywood, donde emigró desde Austria con 28 años. Aclaro también, para hacer justicia, que contó con el mejor maestro posible, al menos atendiendo al resultado de lo que dirigía, Ernst Lubitsch y su famoso toque.

Aterrizando sobre el contenido de la obra, nos encontramos a un grupo de ocho estudiantes en su último año académico en una escuela inglesa, justo antes de las pruebas de ingreso para alguna de las prestigiosas universidades como Oxford o Cambridge. ¿Es éste el curso preparatorio, pues? Eso es lo que dice cualquier sinopsis que se pueda encontrar por internet, aunque yo no lo tengo tan claro. Pero, ¿desde cuando la educación ha de estar al servicio de la evaluación? ¿Se educa, pues, para superar una prueba determinada en un momento determinado con unos indicadores determinados y ante un público determinado? ¿Es más importante, por consiguiente, el proceso evaluativo -y en este caso selectivo- que el que quedaría encuadrado dentro de él, el educativo?

No son estas las cuestiones que me han motivado a escribir sobre la obra, pero, de alguna manera, me sirven para llegar a las otras, a las que me removieron por dentro mientras estaba disfrutándola, las que me acompañaron cuando abandoné el teatro, las que surgieron con una asombrosa y perturbadora pertinencia dada la etapa en la que estamos en la asignatura de HH.SS. las misma, en definitiva, que yo veía encarnadas en los dos docentes principales de la obra: el veterano Héctor y el joven Irwin. Añado, que son las que me han motivado a escribir porque, precisamente, son las que tengo sin resolver y sin atisbo de ello siquiera.

Héctor, un profesor cerca de la jubilación (¿por qué los buenos profesores han de jubilarse? ¿lo hacen los escritores? ¿acaso los arquitectos? ¿no es la educación un arte?), una persona enamorada de la cultura literaria, cinematrográfica, musical y cuantas alimentan el espíritu humano, que trata de servirse de ellas para educar a sus alumnos; aunque sea durante el curso previo al examen de acceso a Oxford; aunque eso que les enseña no entre en dicha prueba. Sus clases son imprevisibles, enfocadas al cultivo por un amor a las obras de los más grandes autores: párrafos memorizados, escenas representadas y piezas tocadas (ejem), las conforman. "¿Pero luego se examinarán de ellas, no? porque entonces... ¿para qué sirve eso?" Pues no, querido lector pragmático, y es que, aunque pueda parecer mentira o una perdida de tiempo, las enseñanzas de Hector sólo se pueden medir de una manera muy difícil: observando el transcurrir del tiempo y no distorsionando la realidad, mientras se trata de dar la sensación de lo contrario, mediante pruebas estandarizadas y predefinidas. Las pruebas son más complejas; son las que va proporcionando el propio desarrollo vital. El aprendizaje no es dado, sino construido por el alumno.

Las risas abundaban en las clases de Héctor, no como en las del joven y formal Irwin. El personaje que más me perturbó o, mejor dicho, la relación que éste crea -o que yo le creé- con Héctor. Tan perturbadora como su forma de leer la historia, materia de la que ambos eran profesores; coger los hechos comúnmente aceptados y contarlos desde un punto de vista novedoso y rompedor, impactante, en definitiva, que encuentre el mejor resultado posible ante el ojo avizor del que evalúa. Salirse del camino es una buena forma de ser visto por los que circulan por él, aunque se corre el riesgo de perderle(s) la pista.

La disposición de la obra facilita que el espectador vea y entienda a uno como antagónico al otro; Héctor ve en la educación un fin e Irwin un medio. Para uno, pues, la evaluación formal carecería de sentido, mientras que para el otro ese sería el verdadero momento donde demostrar la valía de uno mismos. A pesar de ello, en un momento dado de la obra, cuando por circunstancias se ven obligados a compartir la docencia sobre el grupo de ocho estudiantes, ambos se quedan mudos, les cuesta ser ellos mismo. Hector no ve la cabida de sus formas dentro de un ambiente estructurado e Irwin parece tener miedo a intervenir, pues sus poco ortodoxas enseñanzas pueden asustar, incluso a Héctor. Representan extremos, pero creo que no necesariamente incompatibles.

Quizás, en algún lugar de la excentricidad donde cada se mueve se pueda encontrar el punto que les conecta. ¿Por qué no se les ocurrió desarrollar un programa de habilidades sociales contrarreloj? Desde luego, ambos eran poco ortodoxos, en eso estaban de acuerdo, pero, ¿dejaban de contradecirse también en algo más concreto; algo que les permitiera unirse, pues? Creo que el desapego por la evaluación de Héctor, podría encontrar cabida en las radicales formas de Irwin si este no estuviera sometido al necesario visto bueno de alguien que no es él, si se bajara del coche rojo deportivo de la motivación de posicionamiento.

Recuerdo que Alejandro, nuestro profesor y observador de lujo durante estas últimas sesiones en que estamos desarrollando un programa de habilidades sociales, nos habló de cierto motín que tuvo lugar en un curso que se impartió en alguna localidad de Guadalajara. Un curso experiencial, alejado de la ortodoxia, procurador de resultados a largo plazo y que conoció un motín, ¿se puede pedir un proceso mejor?.